Skay en la Plaza de la Música. Jueves por la
noche. Afuera llueve, adentro no. Si lloviera, para unas 1800 persona, sería
igual. La fiesta está por empezar.
Resulta que uno tiene celos. Porque la ve en manos de
él. Tan linda, tan suave, con su fuerza propia, pero está ahí con él. A uno le
gustaría tenerla y tocarla. Pero no, uno debe asumir que no lo haría de la
mejor forma. Y que para eso está él. Uno de los mejores en eso. Él es Skay y
ella es la guitarra. Y se nota una afinidad envidiable sí, pero admirable.
Lo bueno se hace esperar parece ser la premisa entre
los presentes. Una hora después de lo pautado él sube al escenario. Y allí,
donde debe estar la fiesta, o donde debe comenzar él se hace cargo y comienza. Luna en fez, Paria, son sus primeros
temas. Deja de tocar. Parece que va a decir algo importante y lo hace: “Noche
de lluvia, noche gris, Córdoba siempre linda”. Y sigue.
Él está ahí entre sus cuerdas, con su vincha típica. El
“flaco” se luce. Arcano XIV, Tal vez
mañana, Territorio caníbal, La rueda de las vanidades. Luego de cada tema
se lleva la mano a la frente, luego al pecho y saluda al público. Todo el mundo
puede pensar que es una referencia, pero yo creo que hay algo más. Entonces me
acuerdo de las palabras de una amiga que me dijo: “Skay es uno de esos grandes
músicos que generaron estilo propio. No se dedicó a tocar rápido, sino a
transmitir con la guitarra… es puro sentimiento musical. Emociona”. Entonces me
quedo mirándolo. Lleva su mano a su frente, a su mente –la que piensa las
letras, lleva la mano a su pecho de donde sabe cómo tocar y hace un gesto al
público, como diciendo esto es para ustedes.
Y para el público es Jijiji. Y para mí también. Fue el momento donde uno guarda todo en
la mochila y se deja llevar. Ahí, en el medio las caras de los fanáticos es de
placer. No se puede explicar. No se puede describir. Es un punto sublime del
show, justo a la mitad.
Gracias
Suelo chaman, Aves
migratorias, El jinete, Flores secas, Ángeles caídos, El fantasma del 5º piso, continuaron
con la lista de temas que fue alternando entre los de su etapa como solista y
algunos de los Redondos. Obviamente, logrando el eco en los que estaban abajo y
que piden a gritos que se vuelvan a juntar.
El pibe de los
astilleros, Oda a la sin nombre, Criminal mambo, lograron los últimos grandes pogos de la noche
y una forma de decirle gracias al rock, mientras se escuchaba. El golem de Paternal y Gengis Kahn fueron los últimos temas.
Ahí mientras él tocaba y todos se dejaban llevar por el impulso de
los cuerpos, yo resistía. O mejor dicho me dejaba llevar por el impulso de los pensamientos.
Porque es como canta él: “Los
pensamientos son aves extrañas, a veces vuelan y no saben volver”.
Entonces mi pensamiento no vuelve. Y se queda allá, en el escenario. En su
guitarra. En ella, que se sintió halagada y muy bien tratada. Que sabe que hay
pocos como él.
Me quedo
pensando en que si esa guitarra –a la que parece que le da vida- tuviese en
realidad vida, le agradecería. Pero no. No puede. Por eso, los que tenemos que
agradecer somos nosotros.
Juan José Coronell